miércoles, 3 de abril de 2013


Mi abuela siempre me había dicho que los jueves raros, de ese tono azul que nos invadía de vez en cuando, se arreglaban cuando pasabas por debajo de una escalera. Era supersticiosa, pero a su manera. Los gatos negros le daban más suerte que una pata de conejo y si se vestía de amarillo, solía tener un día radiante. Para que una nevera fuese una nevera, tenía que tener leche y las sábanas, sean de tu cama o de la del vecino, una vez entras en ellas, se hacen tuyas. Cuando era pequeña, todos los viernes me preparaba palomitas de maíz con mantequilla. Y todavía de vez en cuando me las sigue haciendo. Pero ahora nos entretenemos las dos haciendo gofres con mucho, pero mucho chocolate. Se despierta con las campanadas de las seis y cuarto, sea miércoles o domingo. Tenía tres pececitos de colores dentro de una pecera con agua de lluvia. Se había enamorado de John Lennon y no como lo habían hecho todas las adolescentes de los sesenta. Lo escuchó tocar con su primer grupo en un bar de Liverpool y quedó prendada de su cigarrillo y su aspecto de tipo duro con mofletes de niño pequeño. Había tenido su propia, a la par que breve, historia de amor y siempre le pedía que me la explicara mil y una veces. Cuando se enteró de la noticia de su muerte a manos de El guardián entre el centeno, su libro favorito, se dio cuenta de lo paradójica que podía ser la vida. Lo solía llamar el chico de las buenastardes pero ya os e contaré porque en otra ocasión. En su piel formaba galaxias de lunares. Se podía intuir el color cobrizo que un día había tenido su pelo. Tenía la manía de escribir en cualquier trozo de papel la famosa frase de Mafalda “Que se pare el mundo, que yo me quiero bajar.” Coleccionaba paraguas perdidos, sin dueño, que encontraba bajo la lluvia en cualquier rincón de la calle. Y discos de vinilo. Tenía una gran colección y en su piso siempre sonaba The Beatles. Sus voces se confundían con el silencio. Estaba convencida de que cuando se pasa de las dos de la madrugada todo es posible, por eso cuando me quedaba a dormir en su casa, siempre tenía que estar a la una y cincuenta y cinco con el pijama puesto. A cambio me daba galletas de chocolate y sus historias de la revolución del mayo del 68. Para saber si una persona era de fiar o no, le bastaba fijarse en sus primeros diecinueve parpadeos. Después ya podía desayunar con ellos café y cruasanes. La gente suele decir que mi abuela tiene el corazón muy rojo. Y es verdad. Pero para saber su nombre, tendréis que tener paciencia. Mi abuela es el número ocho. En horizontal, sólo puede ser infinita.

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